
Subir al tren es una de las tareas más sencillas para un migrante en su recorrido hacía los Estados Unidos, aunque paradójicamente es cuando más accidentes ocurren. Bajar en el destino sin que nada haya ocurrido, con hambre y cansancio es de lo más complejo. Ojos extraños te escudriñan. Débil, cansado, tus ojos irritados, lleno de polvo, tierra, tizne. El pelo enmarañado, con sueño, mucho sueño y hambre. En el mejor de los casos 18 horas sin probar bocado, en el peor de los panoramas, tres o cuatro días sin alimento en el estomago. Pero lo más extraño e incomodo son esos ojos que te caen como el peso del tren. No te dejan mirar tú nuevo espacio. Los pies se mueven con torpeza, los brazos tiemblan y duelen. 18 horas de ir abrazado a lo tubos, a las rejas al vagon; abrazar al tren para abrazar tu vida.


Ahora estas apostado, acostado, platicando con tus iguales y mirando estas largas vías, que por el momento son tú refugio, son tus frías compañeras, tu escondite. A lo lejos retumba de nuevo esa bestia que te votará aun más lejos de casa, pero, más cerca de la esperanza que todo puede ser distinto. Además te alejaras de esos ojos extraños que hacen de tu caminar una sombra, y estar como escondido entre los hombros, temeroso y asustado. Te retiras a todo prisa, con la torpeza en los pies y que al correr y montar el tren es lo más sencillo en el recorrido de un migrante. Y así quedar fuera de esas miradas que te observan como bicho. Y más raro es no poder encontrar la paz en casa y tener que salir muy lejos a buscarla.

“No necesito que me tengan lastima esas miradas. Lo que necesito es salir de su su espacio de su territorio. Y esperar, que algún día nos podamos ver sin extrañeza, con un hola y un adios”.
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La justicia consiste en tener respeto por el derecho de la gente a vivir como quiera.
Naguib Mahfuz